7 de agosto, un hombre corriente y una mujer corriente, redundante, sí, pero para qué mentir, contraen matrimonio, firman su sentencia y sellan en sus dedos una marca de por vida imborrable. Ese mismo día, tres personas se encontraban frente al cura, yo iba con ellos, dentro de mi madre, pero creo que era el único que no pasó calor ese día de pleno agosto.
Pasaron los meses y yo fui creciendo, me llamaba Daniel, desde hacía mucho tiempo, no fui un niño muy deseado pero nombre debía tener. Llegó diciembre y ya me notaban cerca. Yo llegaba, a finales de la veintena ya estaba mi madre en el hospital, unas trece horas de parto, provocado, por cierto, ya que no quería salir, hasta las 20:45, hora punta en la que nací el 28 de diciembre, después de haber rozado el borde de la muerte incluso sin haber siquiera nacido.
Era un recién nacido muy feo, no sé que tenía mi piel y mi sangre pero tenía muchos colores y hacía ruidos muy raros. Fui el protagonista de las navidades de mis padres, ya que poco duré fuera del hospital, mis problemas respiratorios hicieron que tuviera que volver, volvía a estar al borde de la muerte, pero como sólo viví cuatro días de ese año no corresponde a esta entrada explicar eso.
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