Igual de culpable es usted al leer esto que yo al escribirlo. O quizá igual de inocente es mi puñal que lo escribe que sus ojos que lo contemplan. A decir verdad, no puedo asegurarme en qué manos estará esto ahora, ni si será demasiado tarde o demasiado temprano; si mi juicio habrá sido pasado ya o será gratamente futuro aún, venidero o pretérito. No, a decir verdad no puedo estar seguro de nada de ello, quizá incluso estos trozos de pulpa de celulosa sucios y gastados de bordes afilados llamados hojas de papel acaben en la más sucia, ingente y putrefacta de las basuras, la madre de las basuras, aquella que emane ratas de cloaca por su útero materno, donde nadie jamás de los jamases se atrevería a ir, y aquel osado que se atreviese a ello, sería con un pretexto distinto al de encontrar cinco hojas de papel en medio de toneladas de inmundicia. Es por ello que mi lado más pesimista y desesperanzado diría que estoy acabado, sin modo de escapar ni un lugar al que ir en caso de que lo lograse, entre la espada y la pared, o peor aún, entre la espada y otra espada, e incluso muchísimo peor, entre tres paredes y nueve barrotes. Tres paredes de ladrillos, ladrillos plomizos y sombríos, dos mil setecientos cuatro en cada pared lateral y tres mil seiscientos noventa y dos en la pared del fondo, en total nueve mil cien ladrillos a mi alrededor, o eso creo, ya que solamente los he contado una vez y puedo asegurar que he visto mejores distracciones, y nueve barrotes de hierro, siete de ellos relucientes y dos oxidados, totalmente inquebrantables e inaccesibles. Pero no es ese mi lado quien está escribiendo, sino mi lado más optimista y confiado, el que quiere salir de aquí y poder volver a respirar aire puro y no roñoso, ver personas felices y no presidiarios, sentir la vida estando vivo, porque estar aquí es paralelo a estar muerto.
Cada día que pasa es un vestigio del día anterior y un simple presagio del posterior, pierdo la noción del tiempo simple y llanamente porque aquí no fluye el tiempo ni tan siquiera existe como tal, todo es eterno y sin fin, todo menos mi celda. Los meses se congelan, las semanas son ilimitadas, los días inagotables, las horas imposibles de calcular, los minutos nunca caducan y cada segundo que paso es una perpetuidad de sufrimiento, como si taladrasen mis uñas, oprimiesen las cuencas de mis ojos, sacasen mis muelas a la fuerza, raspasen mi lengua, azotasen mi espalda y cociesen mis órganos, todo a la vez metido en una coctelera, una completa espiral de angustia. Sé que las espirales tienen un final, pero no si éstas comienzan a girar a una velocidad mayor a la tuya, como si estuvieses en un laberinto circular, del que por mucho que camines (y digo caminar refiriéndome a lo único que podría hacerse en un laberinto), acabarás volviendo una y otra vez al punto de comienzo.
No he conocido a nadie, al menos no a nadie del que me sepa (o recuerde) su nombre, es como vivir entre cientos de maniquís rotos y enfermizos, manchados de culpa y de crímenes a sus espaldas, con un pasado no más oscuro que el futuro que les depara, tan oscuro como sus celdas, tanto de día como de noche, aquí no distinguimos entre ambos e incluso pongo la mano en el fuego en que algunos ni recuerdan lo que son, ni tampoco recuerdan lo que es el sol y la luna (puestos en minúsculas para restarles importancia), ni las flores y los farolillos, lo que es un prado luminoso ni una noche estrellada, un campo sosegado ni una ciudad viva, definitivamente ya no lo saben. Y no sólo hablo de los presos, a los que antes califiqué con bastante agudeza como 'maniquís rotos', sino que tampoco conozco a los guardias ni a los de vigilancia, a los que yo llamo robots de carne y hueso, sólo hacen su cometido, agachan su cabeza frente a sus superiores pero demuestran gran valentía con los presos, tratándolos como trapos y deshechos, y eso es porque son más libres aquí que fuera de las prisiones. En la vida real, ni sus mujeres los echan de menos en sus camas ni sus hijos en sus alcobas, simples don nadies que merecen una noche en las duchas frías junto a sus vejados presidiarios. Estoy muerto aquí por el simple hecho de que no estoy vivo para nadie, mi presencia es nula, soy huraño, asocial, esquivo todo tipo de contacto hueco o presencia fatua que se aproxime a mí, procuro que mi cordura vaya siempre de mi mano, que mi cuerpo se mantenga en pie el mayor tiempo posible y que mi cabeza no salga de la celda si no salgo yo también de ella, tapo mi boca cada vez que tengo un ataque de ira en el que sólo me sale gritar que me saquen, que me liberen, no quiero que las paredes me absorban, que no aguanto más, que me siento totalmente aislado y que no merezco estar aquí.
Siempre me gustaron los animales, pero ahora no sé que pensar sobre ellos, no los diferencio bien, me explico; si os pregunto y os hago pensar en los tres seres vivos más repugnantes, desagradables y repulsivos, seguramente responderíais los tres que mencionaré en los siguientes tres párrafos, que a pesar de que ni yo pueda decir que su estancia conmigo sean del todo agradables aquí, he de admitir que son lo más cercano a las palabras 'amigo' y 'supervivencia', lo único suculento de mi estancia y permanencia en este funesto lugar, pero la verdadera respuesta, la que diría yo y posiblemente alguien de mi misma condición también, la mencionaré ya en el cuarto párrafo de distancia.
Las moscas, ya las nombró Antonio Machado, por lo que mi última intención es hacerle sombra ni manchar mi nombre al permitirme, bajo el nombre de 'Anónimo Manchado', hablar de ellas también. Catalogadas por el antes mencionado como golosas, vulgares, voraces, pertinaces, perseguidas, pequeñitas, revoltosas y viejas. Aguardan diligentes mi trance, revolotean a mi alrededor, soy yo su futura comida que buscan, sus zumbidos piden que muera, que yo muera, que me quede con las cuencas de los ojos vacías para que ellas puedan alojarse en mi concavidad ocular y depositar sus miles y miles de huevos. Ansían mis desechos, como si de un exquisito y lujoso banquete se tratase. Holometábolos, dípteros, no recuerdo cuando aprendí esas palabras pero creo que se asocian a éstas. Hay una en cada silencio de la celda, imposibles de alcanzar, imposibles de ver e imposibles de aniquilar, seres imposibles en general. Son las que más me anhelan, las que claramente me dan señales de que la única forma en la que no debo permanecer aquí, es con vida.
Las cucarachas, quizá lo menos asqueroso de ellas sea su nombre, y aún así, me da escalofríos decirlo e incluso escribirlo, así que no volveré a mencionarlo. Son moscas grandes y sin alas, bueno, o eso creía yo hasta llegar aquí. Paso noches en vela masacrando el mayor número de ellas posible, recuerdo una noche que ese número superó los sesenta, desde entonces hay muchas menos. No puedo dejar migas de pan al descubierto, ni nada que emane algún olor levemente fuerte, e incluso, ha habido ocasiones de tanta escasez que ellas mismas han servido como plato, y no, no dejé ni una miga de pata, para que no viniesen más.
Las ratas, la cúspide de los roedores, puedo oír que en algunas otras celdas ya se han hecho amigos de pequeños e inofensivos ratoncitos, pero aquí sólo han llegado ratas, ladronas y embusteras, portadoras de la peste, he sufrido noches de delirio, fiebre alta, sarpullidos y picores extremos por culpa de éstas, por culpa de hacerme amigo de la más vil y mezquina de todas ellas, de haber desperdiciado el último trozo de tórax de aquella descomunal cucaracha para dárselo de comer, caso error. Sucias omnívoras, burdas, ordinarias, groseras, desagradecidas y bastas, son aquellas que más contaminan mi inmunda estancia. En las películas suelen aparecer bonitas princesas y lindas mujeres que acompañan a su leal príncipe protagonista en sus fortunas y desdichas. Yo, desgraciadamente, me enamoré de una rata.
Las personas, hombres y mujeres, niños y niñas, jóvenes y ancianos, niños y adultos, adolescentes y desamparados, todos y cada uno de ellos son el peor excremento que la madre naturaleza haya podido evacuar. Es por ellos y su propia culpa que me han encerrado aquí, que permanezco aún, que no tenga intención de salir, que me traten de tal manera, que todo vaya tan mal y que esté sucio, desnutrido, congelado y con mucho miedo, yo no les he hecho nada, es más, nunca he hecho nada excesivamente malo más que escribir y publicar, pensar y opinar, juzgar y denunciar, simplemente eso, y he sido pagado de vuelta con una moneda que no me corresponde, que no se ajusta a aquello que merezco. No culpo al ser humano de ser como soy, sino de no dejarme ser totalmente libre de la manera que quiero ser, de ser señalado por cada movimiento que ejecute y achacado por toda palabra que escriba o salga de mi boca.
Son muerte, hambre, enfermedad y opresión las que resumen los anteriores cuatro párrafos respectivamente, y las palabras que también resumen lo que día a día vivo aquí.
Solía arañar las paredes, sin cesar, como un perro que busca un hueso entre la tierra, deseoso, anhelante, hasta quedarme sin uñas y con las manos ensangrentadas, con costras en la piel debajo de las uñas y sangre seca incluso en el eponiquio, los dedos negros y magullados, las manos con pulso acelerado y los brazos temblorosos, como si ambas extremidades hubiesen cobrado vida, y a decir verdad, no sé cómo puedo estar escribiendo esto con tan buena caligrafía. Ahora ya no suelo hacerlo, he encontrado una mejor forma de escribir humildes poemas en los ladrillos de la pared, usando una pequeña barra metálica, patas de araña y restos de comida sin olor, y ahora que lo he mencionado dos veces... una vez me comí una araña que sabía a maíz. Poemas de exilio, de socorro y ayuda, de angustia, de soledad, de vacío, de escombros, escoria, derribo, inquietud, desasosiego, alboroto, sangre, estirpe, extravío, desorientación, confusión, presidio, grafía, suciedad, impureza, obscenidad, bulimia, tinieblas, penumbra, pavor, turbación, semblante, faz, tumulto, antro, odio y amor. En ellos se observan los distintos colores de mi sangre, por las paredes, ya sea por el tipo de herida, la forma con la que se secó o el tiempo que lleva, toda una gama de colores comprendidos entre el rojo rubí hasta el negro hollín. También se refleja en los poemas mi evolución, desde que entré aquí, formal, con buenos modales, pulcro, silencioso, como si estuviese de visita en un museo en el que tú mismo eres la obra de arte que capta más la atención hasta el día de hoy, informal, desabrochado, pérfidos modales, lleno de suciedad hasta el alma, ruidoso, estresado, angustiado, como si llevase medio siglo observando un cuadro de museo que me horrorizó desde el primer segundo, con la mirada clavada, sin poder mirar nada más. En resumidas palabras, esa es metafóricamente mi vida y mis días en prisión.
Cada día, arropado por un trozo de cartón manchado de urina, despierto en el centro del suelo de mi celda, bueno, al menos los días que duermo, que no son muchos a decir verdad, con los ojos rojos, llenos de venas cual trepadoras ensangrentadas en el muro de mis ojos, los lagrimales tan resecos que he llegado a tener costras similares (tanto en tamaño como en color y apariencia) a las pasas, el pelo mugriento, los oídos taponados, mis labios resquebrajados y los huesos como glaciales. Los días pares toca ducharse, a manguera helada, todos en colectivo, desnudos y congelados. Intento no fijar la mirada en ningún otro preso, son inexistentes para mí, es por ello que también lo soy yo para ellos, siendo ésta la única manera de permanecer de una sola pieza aquí. Recuerdo que a un soplón que fue cazado, mientras los guardias se fueron de las duchas, le introdujeron una manguera metálica por el recto y otra por la boca, censurando lo que posteriormente ocurrió ya que no quise ser cómplice ni partícipe de ello, no más. También somos llevados al patio, donde prácticamente sólo hay trapicheo, tipos musculados y peleas, muchas peleas. Yo prefiero permanecer en mi celda, ya que afortunadamente, nos permiten esa opción, siendo esto lo único positivo que habré escrito en tantas líneas. Los días impares somos seleccionados siete de nosotros para limpiar todo el establecimiento durante 12 horas seguidas, con un simple y momentáneo descanso en el ecuador del trabajo. A mí de momento sólo me ha tocado una vez, y espero no tener que volver a hacerlo durante un largo periodo de tiempo. Diariamente revisan la celda de un preso aleatorio, la mía fue revisada ayer, ya que puede que mi estancia aquí acabe pronto; primero esparcieron vómito y arena para animales por las paredes en las que escribí mis poemas y me hicieron limpiarlo todo, mientras me pataleaban, insultaban y escupían, decían que yo era un psicópata, un mal nacido, que todo lo que yo estaba pasando era más comparable al Cielo que al Infierno acorde a lo que me merecía. Aún hoy huele a vómito mi celda. Si de verdad yo mereciese todo esto, no estaría escribiendo con tal hermosa y cuidada escritura, sino que estaría lamentándome, por todo lo sucedido, por lo que he hecho y no he hecho, por lo que he cometido y lo que no, pero no es este el caso, aún tengo esperanzas, esperanzas de volver a ver un rayo de sol, esperanzas de que esta sea la bala de cañón que destruya el muro que me impide volver a la libertad.
Hay dos elementos que aún no he mencionado, quizá porque he querido dejarlos para el final o bien porque se me habían olvidado, a su elección, y son el suelo y el techo. No los incluyo en el número de paredes, no son paredes, tienen vida, tienen un significado, pero a veces, siento como que ninguno de ellos existe, que se evaporan por culpa de mi ardiente necesidad de salir de aquí. A veces trato de no mirarlos, me elevo en alguna superficie alta para no estar en contacto con el suelo pero no demasiado para no alcanzar el techo. Son los que gobiernan, los que dirigen, los que marcan las pautas, delimitan el inicio y el fin, la superficie por la que la flor empieza a crecer en el exterior y el punto máximo hasta donde puede crecer, un principio y un final.
El suelo es diferente al resto, es liso y polvoroso, al andar sobre él descalzo, dejo la marca de la planta de mis pies, ¿o es quizás esa marca el trozo de polvo que al suelo le robo? Todo un rompecabezas, ¿se adhiere el polvo a la planta de mis pies o la planta del pie succiona la cantidad de polvo acorde a la silueta que deja al andar? Quizá otro día trate de averiguarlo. Cuando realizo mucho movimiento sobre el suelo, todo el polvo se levanta como si fuese una tormenta de arena, haciendo imposible la visión de mi celda durante ese instante, tal vez podría beneficiarme de ello. Como hemos dicho que el suelo simboliza el inicio, probablemente lo mejor sea que os cuente desde el principio, la razón por la cual estoy aquí. No recuerdo exactamente la fecha, ya que llevo bastante tiempo aquí, pero sé que era fin de semana y estaba tumbado en el sofá. Mi mujer y mi hijo habían salido, pero era tarde y aún no habían vuelto, por lo que realicé varias llamadas al móvil de mi mujer, no obtuve respuesta alguna, su móvil estaba apagado. Era un tiempo muy feliz para mí, hacía poco más de dos semanas que había publicado mi última novela, de la cual no voy a volver a nombrar el título, ya todos la conocen, y su éxito en ventas había sido descomunal, una gran millonada de ventas, todo el dinero que necesitaba para ser feliz hasta que muriese y poder heredarlo unas tres o cuatro descendencias mías estaba a la vuelta de la esquina. Mal día escogí para ver las noticias, mi novela era, como podéis deducir con este escrito, una novela de terror, misterio y asesinatos, muchos homicidios. Mi nombre estaba en toda la prensa e informativos, tanto en televisión como en la radio, pero pasé de un segundo a otro de ser un exitoso escritor a un fracasado criminal. No me preguntéis quién ni por qué, pues no lo sé, pero todos aquellos asesinatos que yo mismo cometí con mi pluma de escritura, fueron cometidos exactamente igual que en mis párrafos, pero con un cuchillo de carnicero y tinta roja en este caso. Para colmo, por si fuera poco, mi mujer e hijo habían sido secuestrados y se encontraban en paradero desconocido, tal y como les ocurre a la mujer e hijo del protagonista de mi obra. No hay poema que haya escrito en las paredes de la celda que describa cómo se quedó mi cara en ese momento. Poco tardaron la policía y una gran masa de prensa (rosa y de todos los colores) en derribar la puerta de mi casa, destrozar todo mi inmueble y, entre golpes e insultos, arrestarme por haber cometido todos esos crímenes, haber asesinado a mi esposa y mi hijo y haberme deshecho de sus cadáveres. Toda una locura, locura que se ha convertido en la incertidumbre que vivo aquí presente.
El techo también es diferente al resto, tiene tramas y líneas uniformes, no acumula nada de polvo, sino humedad, verdín y moho. Muchas veces me quedo tumbado mirando hacia arriba, proyectando mi mirada a todas esas líneas, para desvelar si forman un dibujo o mensaje o es sólo imaginación mía. Si permanezco mucho rato mirándolo fijamente sin pestañear, puedo observar que de manera lenta y paulatinamente, el techo empieza a bajar, a caer, a humillarse ante mi mirada, pero cuando vuelvo a pestañear, regresa a su altura de partida. Hasta ahora he llegado a permanecer casi dos horas sin pestañear y con el moho del techo rozando la punta de mi nariz, una experiencia estremecedora y de éxtasis, pero mis ojos no la agradecieron mucho. No puedo subir más allá del techo, y como mencioné antes, simboliza el final, mi final, el final de mi estancia, de esta historia, de este escrito y de su lectura, cuando salga de esta celda para ser juzgado, para que decreten que he cometido nada más y nada menos que doce asesinatos, además del de mi mujer e hijo, es decir, nueve barrotes más tres paredes y además el suelo y el techo. ¿Y qué soy yo entonces? Si potestad no tengo de poder exculparme, si no pertenezco a esta celda, sino que esta celda, pertenece a mí.
Yo soy la flor, que crece en el suelo de la celda y que delimita con el techo de ésta, mis raíces son mi vida pasada, mi testimonio, mi única coartada hacia la libertad, mis hojas son todo lo que he aprendido aquí y me ha ayudado a sobrevivir, y de mí depende que mis pétalos vuelvan a lucir coloridos o que se sequen y caigan. Creo no haberlo mencionado antes en las previas cuatro hojas, pero quizá si es usted un lector sabio y hábil, seguramente haya intuido que la cadena perpetua no es la condena que me han precisado, sino algo mucho peor, más directo y vigente, pero a la vez, más injusto para mí, mi ejecución, sacrificio, muerte... A decir verdad, y a un sólo día de margen de que se produzca, aún no sé cómo será, si con gas venenoso, en la silla eléctrica o siendo desmembrado, inagotables posibilidades de que mi historia ponga punto final en un capítulo que, a mi juicio, aún no es el último. Estoy muy lejos del epílogo, bastante lejos, por lo que debo luchar. Cuando me comunicaron lo de mi ejecución, no sabía qué decir, me sentía tan inofensivo, tan vulnerable al ver cómo terceras personas decidían sobre mi futuro, al igual que deben sentir los personajes de mis novelas cuando yo, el narrador, marco sus destinos a golpe de pluma. He intentando por todos los medios que no se produzca esa ejecución, he dicho la palabra 'inocente' en todos los idiomas posibles y aún así sigo sin ser escuchado, sin ser entendido y ni tan siquiera mirado, ninguna de mis grandes fortunas pueden cubrir una condena de muerte, dando a entender con esto, que el precio de una vida humana no puede ser calculado con el dinero, pues no hay cifra que lo alcance, pero que la muerte de una tiene el mismo valor que la ejecución de otra, ojo por ojo, diente por diente, novela por novela. Hoy no han venido en todo el día a mi celda, han decidido dejarme solo en mi último día de vida, para que prepare mi cuerpo y mentalice a mi alma sobre lo que me harán mañana. Aún no se han encontrado los supuestos cadáveres de mi mujer e hijo, por lo que quizá siguen merodeando vivos por ahí o secuestrados por algún sucio impostor.
Me vuelvo a dirigir hacia usted, lector, con toda la esperanza y tinta que me queda, para comunicarle mi más sincera gratitud y agradecimiento por haber llegado a este extremo de la lectura, por haberme dado esta oportunidad de reflectar mis ruinas, infamias, estragos y dolencias en sus ojos, y espero, francamente, que también en su conciencia. Soy yo el único que conoce mi novela, pues de mi imaginación, experiencia y cabeza vino, y sé muy bien cómo desentrañar todo este revuelo. También sé, a ciencia cierta, que mi amada y pequeño hijo siguen vivos, que están amordazados y que no les queda mucho, y que si usted, tras leer esto, no me salva, estará matándolos a ambos, incluso a mí. No pretendo, ni mucho menos, someterle todo el cargo de culpa y conciencia al leer esto, sólo es cuestión de encomendarle una misión, la misión de hacer justicia, de correr por los pasillos y escaleras de esta prisión y buscar la sala en la cual darán mi veredicto mortal y gritar, gritar muy alto, y usar estas pruebas que le estoy dejando, como la llave de mi albedrío, ya que quizá no de mí, pero estoy seguro que de unas manos limpias como las suyas, aceptarán leer estas páginas.
Anoche vinieron a mi celda unos señores, vestidos de superioridad y arrogancia, y me hablaron de mi final, de que ya no había vuelta atrás, me resumieron palabra a palabra todo lo ocurrido y el hecho por el que era condenado, me hicieron firmar papeles que al principio rehusé leer, pero comprendí que no tenía más remedio que hacerlo, me preguntaron infinidad de cosas, sobre mi vida, o al menos lo que yo antes llamaba vida, sobre mi familia, mis amigos, mi trabajo, mis novelas, mi salud, mis proyectos, etc... pero no se pararon en pensar ni meditar que cada palabra que me obligaban a decir era un punzante pinchazo más a mi ser.
Antes de ejecutarme, me preguntaron que cuáles serían mis últimas palabras, y yo, siendo sólo culpable de mis letras, y como escritor empedernido que soy, me expreso mejor de manera escrita, y sólo de esa manera podría convencer al mundo de que mi acusación es falsa, por lo que pedí no más de cinco hojas de papel y la tinta suficiente que cupiese en ellas.